Este el primer cuento del proyecto "RECONTANDO CUENTO" podéis saber más leyendo la presentación de la propuesta, bienvenidos a un nuevo cuento para vosotros.
NAVIDAD SIN CUENTO
La magia no es para todos los niños y las niñas. Eso lo aprendí desde muy pequeño.
El jardín de casa era mi refugio. Tras los arbustos estaba el agujero de los tesoros, muy cerca quieto, el columpio descolorido que tanto me gustaba. Sobre todo, adoraba el lugar donde más feliz me sentía; mi escondite, la cabaña de madera del árbol. Aquella es la única cosa que hice con mi padre que realmente valió la pena.
Papá compró muchas gambas para Nochebuena, no fue fácil conseguir ese dinero. Cuando montamos el árbol de Navidad, su novia y yo tuvimos unas cuantas risas que daban cosquillas. Me recordó cuando lo hacía con mamá antes de que muriera.
La tarde de la Nochebuena estuve solo, mirando por la ventana, esperando a que papá llegara. Entró por la puerta con olor a vino rojo. No me dijo nada y se puso a cocinar. Yo me senté en la silla de la cocina y en unos minutos todo explotó. Un vaso estalló en la pared, un grito con un llanto, la sartén se quemaba en el fuego y la mesa estaba sin poner; no entendía nada de lo que ocurría y yo siempre hacía lo mismo, me asustaba y temblaba.
Papá me cogió del brazo y me llevó a la habitación, me empujó sobre la cama y cogió un cuento de tapa negra, uno escrito por Charles Dickens. Abrió la primera hoja, la misma que abría desde hace varias Navidades y empieza a leer: “Era una Nochebuena fría y nevada en Londres” esa frase siempre se llenaba de lágrimas y su cabeza terminaba en mis piernas, tras muchos sollozos sinceros, ambos nos íbamos a dormir. Así era mi navidad sin cuento.
Aquella noche, con la madrugada bien entrada, una caricia me despertó, eran unos dedos dulces y conocidos. Mamá me tocaba la mejilla y luego me besaba. Yo sonreía. Su silueta volaba frente a mí, azul celeste brillante, tan bella como siempre, era guapa incluso muerta. Ambos fuimos andando hasta la habitación de papá y justo al llegar a la puerta él se despertó de un golpe. Comenzó a gritar y a golpear la pared, le gritaba a mi madre, incluso se abalanzó sobre ella. Cuando entendió que era su espíritu, se acurrucó en la cama, con miedo y temblando como me pasaba a mí cuando él me golpeaba. Mi madre le anunció que le esperaba un destino aún peor del que ya vivía y le avisaba de que tendría una última oportunidad de cambiar tras recibir la visita de los tres espíritus de la Navidad.
A la mañana siguiente papá estaba enfadado y gruñón, hablaba de sus sueños de ser un gran escritor de cuentos, parecía querer sonreír, pero solo farfullaba y se volvía más y más melancólico. Por la ventana, la nieve dejaba caer unos copos de nieve que con tranquilidad llenaban las calles de paz. Llegó la noche y el fantasma del pasado se sentó sobre mi cama, yo con miedo le cogí de la mano y lo acompañé hasta la habitación. Papá sacó un cuchillo que tenía preparado y amenazó al espíritu. Él, sin mediar palabra, lo desarmó y lo empujó contra la pared sin tocarlo en ningún momento. El espíritu nos tomó a ambos de la mano y nos sacó volando por la ventana. En muy poco tiempo llegamos a casa de mis abuelos, allí estaba papá, con la misma edad que yo tenía ahora. Él estaba jugando con un coche de madera, mi abuelo estaba en su despacho lleno de papeles y como siempre, mi abuela estaba en la cocina. Día tras día, mi papá le pedía jugar a mi abuelo y él, jamás, ni una sola vez, se sentó a empujar aquel coche de madera. El espíritu nos sacó al jardín y descubrí que papá también tenía su agujero de los tesoros, su columpio descolorido y una cabaña de madera. Papá me los construyó en mi jardín, al igual que su miedo a quererme.
Una mañana más papá tenía grandes ojeras, llevaba casi dos noches sin dormir y aun no quería ver lo que con claridad yo veía de forma transparente, aun siendo un niño. Las horas del día parecían caer con más velocidad de lo normal, hasta que llegó la noche. Esta vez, el fantasma del presente me esperaba en la puerta, me levanté y anduve hacia él. Papá ya nos estaba esperando. Salimos volando por la ventana y fuimos a casa de mi tía, la hermana de mi padre, ella, de forma fría hablaba de la suerte que era no tener que pasar la Navidad junto a nosotros dos. Volamos hasta la casa de los amigos de papá y todos decían algo similar, se alegraban por tenernos lejos. En casa de su ex novia, un hombre mejor vestido que papá la besaba y ella parecía ser feliz. Volamos hasta casa de mis abuelos y escuchamos la misma canción. Decía: “Este hijo nuestro no tiene salvación”. Volvimos a casa y papá se tumbó en su cama. No dijo ni hizo nada, solo se acurrucó entre las sabanas, como hacía yo.
Un despertar más y de nuevo desayunaba junto a mi padre, seguíamos sin hablar, aunque algo había cambiado en su mirada, por alguna razón él ya no me miraba igual. Llegó la oscuridad de la noche y esta vez mi padre entró junto al espíritu del futuro a mi habitación. Papá me cogió de la mano y me levanté de mi cama, aunque mi cuerpo se quedó sobre ella, yo estaba muy enfermo y tan solo se pudo levantar mi alma. Los tres observábamos mi cuerpo enfermo y triste. Salimos volando por la ventana. Papá parecía otro. Llegamos al cementerio del pueblo y papá no quería entrar, se puso violento y golpeó todo lo que pudo. El espíritu oscuro como las sombras avanzó hacia una tumba, estaba sucia y llena de telarañas, papá quería correr, aunque algo se lo impedía; él gritaba y se cogía a los árboles, a los bancos, incluso a una farola, pero como si un imán muy potente lo atrajera tuvo que arrodillarse sobre la tumba, era yo, era mía, mi cuerpo estaba bajo tierra, inerte, sin vida. En ese instante pasó toda la vida de papá por su mente, se veía cuando se enamoró de mi madre y al instante cuando la muerte atrapó al amor de su vida; se veía mi nacimiento y como el alcohol y las drogas destrozaron nuestra relación. Se visualizaban bellos momentos de amor y un humo negro los escondía tras violencia y gritos de tristeza. Mi padre se agarró a mi lápida, él jamás imaginó que me podría perder, que yo podría enfermar, olvidó que su hijo seguía vivo, aunque ya su mujer no estuviera. En el futuro su hijo había muerto y él ya no tenía a su lado a ninguno de los dos.
La mañana siguiente desperté del sueño. Me di cuenta que era el día de Navidad. Nada había ocurrido, la Nochebuena había sido la noche anterior y la nieve caía por la ventana, en poco tiempo mi jardín estaba vestido de blanco.
Papá entró por la puerta con una sonrisa llena de lágrimas, él me abrazó, tan fuerte como lo hacía antes de perder a mamá. Aquel abrazo me llevó a sentirme como cuando tenía tres años, echaba mucho de menos aquel tipo de abrazo, papá me miró y sin palabras me pidió perdón y añadió: “Hijo, a partir de hoy jamás vas a pasar más miedo, te voy a cuidar mucho”. Yo sonreí y creí en él, confié en que era sincero, sabía que lo era.
Me levanté y cogí el cuento de tapa negra y se lo di a papá. Él sonrió mientras se limpiaba las lágrimas. Abrió la primera página y comenzó a leer, una página tras otra, sin parar, sin dudar, con ilusión, con ganas de vivir, sin miedo a sufrir, con el amor de mi madre, de la familia y todos sus seres queridos junto a él. Fue la Navidad en la que entendí que algunos niños pueden recuperar el poder de la magia del corazón, aunque jamás lo pueden hacer solos. No pueden crecer solos, necesitan a alguien que les lea un cuento para sentirse mejor, necesitan una Navidad con cuento.
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